Alguien venció mis partes más oscuras esquilándome en ceremonias de polvo.
Alguien reveló mis absurdos con una ternura de Judas.
Mentí que no era yo. No podía ser yo la piel idiota del arrebato.
Acusé a la otra que vive en mí obsesionada en vulnerarme.
Se mudó una noche cuando callé los párpados, insomne se desperezó en mi pecado.
Entonces exilié mi cuerpo, gemí una huida desde los escombros.
Elegí desterrarme de la dama que me envuelve en la distorsión del retrato.
Crecí ingenua pensando que mientras ella dormía, yo volaba.
No se irá hasta que me despierte y me nombre maldita muda inconclusa. Y me ame.
Viste de billete de barro y se burla de mi vestido transparente.
Me seduce en los excesos, me arrastra a la tristeza de sus crímenes.
Hace huérfanas las verdades de mi boca y embosca mis mentiras en laberintos de espejos.
Dentro de mis grietas se asoma y respira como hiedra podrida.
Al aire de mi raíz más insolente me ciega las razones.
Mi otra yo no me pertenece y aun así me somete a sus guerras rotas.
No la elijo en mi pasarela, igual me domina con todas sus piernas.
La intrusa llegó primero.
Mientras yo me orillaba torpe en un pedacito de siesta etérea.
Desnuda somos las mismas, nos amamos con los huesos en silencio.
Creo en rendir profundamente mis dedos en la fiesta de su hambre,
abandonar mis falanges esclavas en sus alucinados caprichos.
Aunque mi cuerpo momia se fugue acelerado de vergüenza.
Ella escribe este poema ahora, no yo.
Me robó las manos.
Ya no importa, ya no duele, porque en su prisa, me dejó en los ojos la memoria.